Gonzalo Merat for the magazine Jot Down |
Aunque han ido cambiando varios de sus autores a lo largo de los años en que lleva publicándose el periódico El País, se sigue manteniendo fija la columna de su contraportada, la cual suelo leer por la calidad de los textos y de las plumas de quienes la escriben. Los sábados le toca el turno al filósofo, intelectual, novelista, ensayista y profesor universitario vasco Fernando Savater. Hace unos años falleció su esposa, su pareja inseparable, que lo sumió en una gran desolación. El pasado sábado 16 de marzo la recordó en un texto muy hermoso y muy triste a la vez. Para los que hemos perdido a alguien con quien se ha tenido una relación afectiva intensa (en mi caso, recientemente a mi madre), es inevitable leerlo con mucha emoción y que salgan por fuerza las lágrimas. ¡Cómo lo entiendo! ¡Cómo me identifico! Para mi, mamá era también mi familia escueta y completa. Yo también abro a diario la puerta de mi casa apagada, sin luz, y entro en silencio, sintiendo que todo el infierno cabe en la palabra soledad, como dice Savater que dijo Víctor Hugo.
Familia
Sin la proximidad del amor, estamos lejos de nosotros mismos
Cuando ella llegaba a casa,
nada más abrir la puerta, voceaba alegremente: “¡Familia!”. Como un clarín,
irónico y tierno. Desde el cuarto del fondo donde sonaba la televisión
respondía su madre: “¡Hola, m’hija!”. Y yo gruñía alegre sin apartarme del
ordenador: “¡Cariño!”. Entonces era como si encajasen por fin las piezas del
rompecabezas de la vida y por un momento inapelable todo estaba bien. El
disparate de la felicidad. Después, su madre murió y ella entraba en casa sin
decir nada. Venía al cuarto donde yo tecleaba y me daba un beso ligero, con una
especie de suspiro que me parecía de alivio, como si llegase después de
enfrentar serios peligros. Era yo por entonces quien al volver a casa la
remedaba pobremente, para no perder del todo la memoria de los momentos
dichosos. Pero me salía un “¿familia?” implorante y dudoso, que resultaba
conmovedor por lo inadecuado. Lo que va de celebrar el gozo compartido a
echarlo en falta, suplicando. Poco a poco, ella se acostumbró a responder
“¡aquí!” desde el fondo de la casa apagada, sin más luz que la suya. Y cuando
llegaba a su lado me pasaba la mano por el pelo cada vez más escaso: “Estamos
tú y yo, tonto. Mientras nos tengamos el uno al otro...”.
Ella y yo, la familia escueta y completa. Porque la simple existencia —insistencia, mejor— rutinaria, biológica, necesita la presencia amada y amable para ascender a vida humana. Sin la proximidad del amor estamos lejos de nosotros mismos. Ahora ya no está. Cuando abro la puerta todo sigue apagado, se fue la luz y entro en silencio. Me daría miedo el eco de mi voz. Según Víctor Hugo, todo el infierno cabe en una palabra: soledad. La palabra que no puede decirse en voz alta para evitar la respuesta aciaga de la oscuridad. Pasado mañana hace cuatro años.
https://elpais.com/elpais/2019/03/15/opinion/1552658427_948723.html
Ella y yo, la familia escueta y completa. Porque la simple existencia —insistencia, mejor— rutinaria, biológica, necesita la presencia amada y amable para ascender a vida humana. Sin la proximidad del amor estamos lejos de nosotros mismos. Ahora ya no está. Cuando abro la puerta todo sigue apagado, se fue la luz y entro en silencio. Me daría miedo el eco de mi voz. Según Víctor Hugo, todo el infierno cabe en una palabra: soledad. La palabra que no puede decirse en voz alta para evitar la respuesta aciaga de la oscuridad. Pasado mañana hace cuatro años.
https://elpais.com/elpais/2019/03/15/opinion/1552658427_948723.html
António Zambujo - Até o fim
Querido Antonio, frente a las personas cultas y brillantes, como Sabater, nos achicamos. Nos quedamos sin palabras; y las pocas que hemos logrado meter en el baúl voluntarioso de nuestro pobre acervo cultural, no conseguimos ordenarlas como es debido.
ResponderEliminarNo lo sabemos expresar tan bien como él, pero sí sabemos de cariño, de alegría, de tristeza, de soledad...
No era Víctor Hugo, pero sí un vecino listo y sagaz: Anselmo, se llamaba... A mi padre, que apenas sabía escribir, aunque sumaba como un lince, le escuché decir muchas veces: "Cuiden a tu madre, no hay más que una; y como decía Anselmo, nada hay equiparable en la vida a cuando en los momentos malos frente a la exclamación ¡Ay mamá! ... ella te contesta:
¡Qué tienes m´hijo! No puede haber un alivio mayor en el mundo.
Antonio, ese vacío que tu sientes, antes lo hemos sentido muchos; y otros, lo sentirán después. Nunca asumiremos la ausencia de una madre, porque el cordón umbilical que un día nos dio la vida, jamás lo cortamos, hasta que se junten nuestras cenizas.
Por cierto, no tiene razón Víctor Hugo. Sí hay un infierno mayor que la soledad: la soledad acidulada por el egoísmo de la ingratitud o el malpago a una madre. Por fortuna no es tu caso. Ni el mío... fue su imagen estaba ahí, esta mañana, cuando abrí los ojos... Hoy, 31 de
marzo, hubiese cumplido "muchos" años.
Y no dejes de darle un beso a Doña Ángeles, sigue ahí. No se ha ido, ni se piensa marchar... Sonríe, nada la disgusta más que verte triste. Y lo sabes!!
En la cocina, en el armario donde siempre guardaba las botellitas de vino, encuentras una: Descórchala y tómate una copa (o dos): una por Ángeles y otra por Socorro.
Un fuerte abrazo.