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Se cumplen 50 años del comienzo del movimiento hippie, protagonizado por de miles de jóvenes rebeldes, descontentos con el sistema imperante, que les llevaba a guerras despiadadas promovidas por intereses nada claros. Se dieron cita en California, tomaron la ciudad de San Francisco, proclamando paz y amor libre, con flores en el pelo y bajos los efectos de la dietilamida del ácido lisérgico (LSD), que se consumía sin restricción. El crítico musical Diego A. Manrique, nos hace una magnífica crónica de ese movimiento.
Paz y amor, verano del 67
El movimiento ‘hippy’ surgió hace 50 años en
San Francisco para inspirar al resto del mundo e iniciar una verdadera
revolución cultural
El 7 de agosto de 1967, la subcultura hippy recibió el
equivalente de una bendición papal. George Harrison hizo una visita rápida al
barrio de Haight-Ashbury, en San Francisco. Habló con la gente, tocó la
guitarra y posó para el fotógrafo que le acompañaba.
De alguna manera, todo aquello también era consecuencia de
la beatlemanía: buena parte del rock de San Francisco estaba confeccionado por
folkies, músicos de guitarra de palo que se electrificaron tras ver ¡Qué noche
la de aquel día! Curiosamente, un año antes, los Beatles habían dado su último
concierto en la ciudad californiana, pero entonces viajaban en una burbuja y no
se enteraron de lo que allí estaba fermentando.
Digamos que, ya en 1966, cristalizaba una rebelión contra
los valores dominantes en la sociedad estadounidense, un rechazo de las
instituciones (y si preguntaban los motivos, una respuesta inmediata: Vietnam,
una guerra insensata desarrollada por tecnócratas). Pero estas posturas no se
distanciaban mucho de las de la Nueva Izquierda, afincada en la adyacente
Berkeley y otras universidades. Lo extraordinario de San Francisco era la
congregación de disidentes dispuestos a explorar nuevas formas de trabajo, de
relaciones sexuales, de realización personal.
Sí, tenían conexión con los beats de la era Eisenhower,
aunque esos veteranos les miraban con condescendencia. Les llamaron hippies con
un matiz despectivo, como si fueran una versión degradada de aquellos hipsters
retratados por Jack Kerouac y celebrados por Norman Mailer.
Nada de eso molestaba a los hippies. En comparación con las
pandillas de beatniks, se sabían un movimiento masivo, producto del baby boom
de posguerra. No habían conocido las estrecheces y se enfrentaban a un futuro
donde —según la cantinela de los futurólogos— robots y máquinas harían el
trabajo desagradable, convirtiendo la gestión del ocio en un problema central.
Disponían de una música, una moda, una jerga propias. “Una vida mejor gracias a
la química”, el lema publicitario de los años cincuenta, se había materializado
en la píldora anticonceptiva y en drogas como el LSD, legal hasta octubre de
1966.
Barrio bonito y barato
En San Francisco, se concentraron en Haight-Ashbury, un
barrio bonito. Y barato: abundaban las casas llamadas “victorianas”,
construidas después del terremoto de 1906, ahora desechadas por la clase media
con aspiraciones. La ciudad siempre presumió de su tradición de tolerancia y
eso evitó los automatismos represivos que habrían ahogado proyectos similares
en otras latitudes. De hecho, el mote de “la generación del amor” fue una
ocurrencia del jefe de policía de San Francisco, impresionado ante la elocuencia
de sus cabecillas.
Esto es importante. El hipismo tuvo la buena fortuna de
contar con gente audaz y preparada. Visionarios de la categoría de Ken Kesey,
autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, que difundió el LSD como una
experiencia festiva y comunitaria. Eficaces organizadores de eventos como Billy
Graham, luego principal promotor de conciertos de rock en Estados Unidos. Más
criaturas voluntariamente marginales, como Augustus Owsley III, fabricante de
millones de dosis de LSD de máxima calidad, o Emmett Grogran, inspirador de los
Diggers anticapitalistas. Y toda una gama de gente que, enfrentada a la
artrosis del sistema, tomó decisiones valientes: pensemos en el madrileño Ramón
Sender, hijo del exiliado Ramón J. Sender, que invirtió sus escasos ahorros
para poner en marcha el San Francisco Tape Music Center, el laboratorio de
música electroacústica.
A primera vista, el Haight-Ashbury de finales de 1966 era un
experimento social marcado por la promiscuidad y la abundancia de drogas. Esa
carnaza, unido a la atractiva estética de sus protagonistas, hizo que
funcionara como imán para los medios. De rebote, San Francisco se convirtió en
una meca para adolescentes frustrados, dispuestos a escaparse de sus casas.
Fueron los reportajes de prensa y TV los que hicieron la labor de promoción:
aunque Jefferson Airplane publicaría sus mayores éxitos (Somebody to love,
White rabbit) en 1967, el rock de San Francisco solo lograría impacto nacional
tras el Verano del Amor.
Flores en el pelo
Así que las cabezas pensantes se imaginaron cómo sería el
verano de 1967 y planearon una respuesta a lo que percibieron como lo que ahora
llamaríamos una crisis humanitaria. Una oleada de, tal vez, 200.000 personas
que vendrían de fuera, dispuestas a sumergirse en un nirvana de paz y amor. A
diferencia de los nativos, ignoraban que San Francisco tiene un clima húmedo y
desapacible. Haight-Ashbury sencillamente no podía absorber semejante invasión.
Mientas Scott McKenzie triunfaba con San Francisco
("asegúrate de llevar flores en tu pelo"), un disco concebido en Los
Ángeles, las autoridades locales discutían formas de disuadir aquel turismo no
deseado. Fue la propia comunidad hippy la que reaccionó ante lo inevitable, con
servicios que pretendían paliar el previsible desastre. Vía telefónica, el
Switchboard proporcionaba información básica. La Communications Company
imprimía en multicopista avisos que se difundían por calles y parques. Se puso
en marcha la Free Clinic que —sin reproches morales— atendía los pasotes de
drogas y las enfermedades de transmisión sexual. HALO, un colectivo de
abogados, ofrecía respaldo legal. Y los Diggers se ocupaban de servir comida,
conseguida mediante donaciones o robos.
Todo en un ambiente lúdico, donde circulaban todo tipo de
fantasías. Durante unos meses, se difundió el rumor de que las pieles de
plátano, convenientemente secadas y trituradas, tenían propiedades
alucinógenas. Todavía no se sabe si fue una broma genial o el empeño de algún
psiconauta en busca de nuevos colocones.
Epidemia de heroína
Muchos años después, batallones de sociólogos investigaron
las dimensiones del Verano del Amor. Han comprobado que, en aquellos meses, el
Haight-Ashbury era la residencia de unos 7.000 hippies; arribaron entre 50.000
y 70.000 aspirantes a instalarse allí. Por muchos pisos francos que
funcionaran, la mayoría terminó por dispersarse. En general, no fue un gran
trauma: coincidió con una creciente atracción por la vida rural, a veces
organizada en comunas en los cercanos condados de Marin y Sonoma.
Evitaron así los años de decadencia, marcados por la
epidemia de heroína. Esquivaron a monstruos como Charles Manson, que
convertiría a su Familia en un escuadrón de zombis asesinos. No contemplaron la
transformación de Los Ángeles del Infierno, motorizados compañeros de viaje, en
un implacable grupo mafioso.
Hoy, el hipismo todavía provoca polémica (y enorme
furia en la derecha, que en ese momento perdió la hegemonía cultural). Resulta
cómodo destacar el fracaso de su programa maximalista. Por el contrario, se
necesita hacer un esfuerzo para apreciar sus aportaciones al modo de vida
actual: la conciencia ecológica, la flexibilidad sexual, el vegetarianismo, el
háztelo-tu-mismo que sugerían iniciativas como el Whole Earth Catalog; hasta
las reglas que rigen en la World Wide Web tienen raíces contraculturales.
Dejando aparte el folclor psicodélico, el mundo de hoy ha asumido mucho del
hipismo de 1967. Y Haight-Ashbury fue su kilómetro cero.
Fue un verano de amor y también de música. En el Monterey Pop Festival se dieron cita significativos grupos y cantantes, que marcaron la banda sonora de más de una generación. Jefferson Airplane, The Who, The Mamas & The Papas con sus batilongos, unos jovencísimos Paul Simon y Art Garfunkel, Otis Redding con su potente soul negro ante un público mayoritariamente blanco, Janis Joplin con su voz desgarrada, Scott Mckenzie con su himno del movimiento hippie, o Jimi Hendrix, que dejó allí para la historia sus famosos punteados de la guitarra eléctrica con los dientes o a la espalda para terminar quemándola en el escenario y tirando sus trozos al público.
Scott McKenzie - San Francisco
Simon & Garfunkel - The sound of silence
The Mamas and The Papas - California Dreamin
Otis Redding - I've been loving you too long
Janis Joplin - Ball and chain
Jimi Hendrix - Hey Joe
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