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Cabreo e indignación del veterano y prestigioso crítico musical Diego A. Manrique, por la incultura e ignorancia musical de las nuevas generaciones, propiciada por los medios audiovisuales de este país. Lo comparto en su totalidad.
Llegaron los bárbaros
Los concursos televisivos nos revelan la realidad musical del país
De repente, sospechas que, efectivamente, hemos caído en un universo
paralelo. Un planeta donde no hay rock, ni como actitud ni como legado; aquí
nadie es capaz de citar una canción de los Beatles. No estamos ante un problema
de idiomas: estos aspirantes tampoco saben quién es Miguel Ríos o Rosendo.
Miradas vacías si mencionas a los cantautores. Si les explicas el concepto, se
ilumina la bombilla: “Ah, como Pablo Alborán”. El mayor tatarea esos temas de
Serrat con destinataria femenina (Lucía, Penélope).
¿Música negra? En general, nada anterior a Beyoncé. Una ha oído a
Aretha, otro interpreta una balada de Michael Jackson. Prince no existe, fuera
de Purple Rain. El jazz es más que terra incognita: les resulta inconcebible
(“¿Una música sin cantantes? Tiene que ser aburridísima”). Aunque canten en
inglés, no necesariamente entienden las letras.
Y cantan todo, sin prejuicios. Menores de edad escenifican historias
tortuosas, recrean versos atroces y cacarean expresiones jergales que no
comprenden. Si algún adulto les advierte que aquello no procede, aceptan sin
rechistar: obediencia ciega a los guardianes del acceso al paraíso de la fama.
Bienvenidos al mundo del talent show, el único formato televisivo que
todavía cuenta con la música como ingrediente. Tal vez sea frívolo elevar un
esbozo de los concursantes a retrato de la juventud española. Son como sus
coetáneos, insisten, pero ellos ambicionan triunfar cantando (como repiten, es
“su sueño”). Llegan al programa relativamente preparados: pueden haber
estudiado, se defienden con uno o más instrumentos, han grabado y repasado
vídeos. Pero carecen de sentido de la historia, ninguna curiosidad por la
música que se hacía antes de que ellos nacieran.
Con una excepción: los competidores en flamenco veneran el santoral del
cante e incluso manejan dos o tres nombres de guitarristas. Vienen de hogares
donde se ha vivido esa música y asumen que forman parte de una cadena. Para los
demás, el pasado sencillamente carece de interés.
Pertenecen a una generación amamantada por la teta de la televisión
comercial, tanto privada como pública. Han adquirido su precaria cultura
musical mediante videojuegos o YouTube. Solo escuchan la radio en el coche
familiar. No leen periódicos, no reconocen a los grupos o solistas que ocupan
las portadas de la prensa especializada. Los únicos elepés que han visto se
usan como decoración. Nunca han pagado por música grabada.
Les apasionan fenómenos virales como Pentatonix; les deja indiferentes
que pertenezcan a una añeja tradición de conjuntos a capela y, claro, ignoran
que Hallelujah sea una composición ajena (“Leonard ¿qué?”). Son militantes del
mainstream. En cantantes femeninas, prefieren a Jessie J sobre Rihanna,
“demasiado descarada”. Malú o India Martínez tienen un pase: podrían ser
hermanas mayores.
Al final, uno empieza a intuir que ellos, los participantes en los
talent shows, representan la realidad de España 2017. Somos nosotros, los
musiqueros, quienes definitivamente residimos en un universo paralelo, en una
lejana galaxia reservada para especies raras.
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