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Hago totalmente mío este artículo del Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín. Más claro no se puede decir. En mi caso particular, un curso académico tras otro, uno gasta su tiempo en la actividad docente universitaria, de buena gana y con total convicción, en transmitir a los alumnos la importancia y la necesidad de la POLÍTICA (con mayúsculas) para el sostenimiento del estado de derecho y democrático, que nos hemos dado desde hace más de treinta años en este país; en implicarles, como ciudadanos formados o en formación y como futuros profesionales, con el compromiso honesto hacia la actividad política y haciéndoles ver, que el porcentaje de corrupción es el mismo que se puede dar en cualquier otro ámbito profesional o personal, incluido en el de ellos como estudiantes (¿O es que copiarse o intentar copiarse en un examen no es un acto de corrupción?). Pero claro, desde hace ya un tiempo, una vez acabada la clase, al acudir a leer el periódico o a ver las noticias en la televisión, el discurso se desmorona sin argumentos válidos y uno se queda, como titula Vallespín, sin palabras.
Sin palabras
De no haber sido demasiado extravagante, hubiera dejado esta columna sin texto, con el título desnudo sobre la caja que la acompaña, en blanco. Porque ya no nos quedan palabras a través de las cuales manifestar nuestra perplejidad e indignación ante la proliferación de tantos casos de corrupción, ante el espectáculo de una información política en la que cada día nos desayunamos con nuevos asuntos de políticos que se valen o se han valido de sus cargos para el beneficio económico propio o de su partido. Hasta ahora siempre hemos tenido mucho cuidado en diferenciar nítidamente entre unos u otros supuestos, entre los muchos que tienen una actitud ética y ejemplar y quienes denigran a su profesión. Hemos procurado advertir de que las prácticas desviadas eran la excepción y que determinados supuestos aislados no podían proyectar una visión unívoca de la política, que el hartazgo y el descreimiento general que se destilan ante todo lo político no podía, no debía, contaminar la legitimidad del sistema democrático como un todo. Pero ya apenas sabemos cómo hacerlo. Hemos entrado en una fase en la que, en efecto, es tan grande el desánimo que sobran las palabras, que estas se nos antojan huecas y vacías de tanto ser reiteradas. Estamos, como diría Sandor Marai, en uno de esos momentos en los que “las palabras se han vuelto inútiles, como los monumentos... se han convertido en ruido... su sonido se ha distorsionado, como cuando las gritan a través de un altavoz”.Sí, no es el momento de las palabras, es el momento de la acción. Este país requiere una catarsis ética. Tanto o más que salir de la crisis económica. Precisa poder volver a confiar en aquellos que nos representan y que se erigen en portavoces de los intereses de todos. El problema es que aquellos destinados a llevarlo a la práctica han consumido el crédito del que hasta ahora gozaban, y una nueva clase política no se improvisa. Desaparecida la confianza, el más valioso de los intangibles en la política democrática, el sistema aparece desnudo y escindido entre unos dirigentes sin alma y una ciudadanía sin esperanza. El paisaje se nos antoja desértico y sin ningún oasis a la vista. Y bajo estas condiciones de poco sirve esperar que la redención venga por la vía de la recuperación económica. No, el problema es estructural, ya no se arregla con medidas cosméticas.
La crisis ha tenido el efecto de haber desenmascarado todo un conjunto de prácticas y componendas entre determinadas élites que bajo otras condiciones quizá hubieran pasado desapercibidas. Ha vuelto a poner en el centro del debate político el paradigma de la redistribución, la cuestión de quién se queda con qué parte de los recursos sociales, la justicia distributiva. Ha provocado una nueva re-politización de la desigualdad, algo inevitable en momentos de escasez y en los que los más menesterosos están cargando también con los mayores sacrificios. Una de sus consecuencias más inmediatas ha sido la toma de conciencia del dispendio de dinero público, su uso abusivo para satisfacer a clientelas electorales. A eso lo podemos calificar como gestión imprudente e interesada, aunque en sí misma no fuera la expresión de prácticas corruptas. Pero ahora sabemos también, si es que alguna vez lo ignoramos, que ha habido otra utilización de posiciones de poder y autoridad, con clara transgresión de la ética pública más elemental. Muchas veces asociada, además, a esa disposición tan libérrima de los recursos de todos.
Lo que comenzó en perplejidad acabó en indignación para desembocar después en una situación próxima al nihilismo político. Y la gran cuestión que se abre es cómo se va a encauzar este descontento, el indudable malestar provocado por la sucesión de escándalos que están salpicando la política española. Volvemos a la pregunta de antes. ¿Ahora qué? ¿Cómo se sale de una crisis moral e institucional que pone en cuestión los fundamentos mismos sobre los que se sustenta el sistema democrático? En sus Discorsi, el viejo Maquiavelo creía tener una respuesta para estos supuestos de “crisis de la república”: emprender su rinovazione mediante la búsqueda de un nuevo comienzo. En el lenguaje más vulgar de nuestros días, hablaríamos de resetear la democracia, de arrancar de nuevo el motor que le dio origen y aplicar las reformas necesarias dirigidas a evitar su corrupción definitiva. Para ello, siempre según el autor florentino, debería volverse al espíritu y las virtudes que permitieron hacerla durar, y restablecer los consensos sobre los que se erigió. Sin nostalgias, pero sí con la firme convicción de que es una tarea de todos y para todos. O sea, un nuevo pacto constitucional.
Comprendo perfectamente al autor… Hasta ahí, por lo menos, llego.
ResponderEliminarDan ganas de dejar la caja del comentario en blanco. Tal vez sea lo más coherente. Algo así como cuando, hartos de los partidos políticos y de las personas que encabezan las listas cerradas que ambos se procuran, terminamos votando en blanco, un blanco lleno de rabia y de impotencia.
Coloquialmente sólo cabe decirnos "Es lo quiay may friends", frase que desvela tanto pasotismo como incapacidad o impotencia para poner remedio a la situación.
Los fuertes, apasionados hasta la muerte entorno a una idea, siempre gritan: "Rendirse nunca, el que resiste gana"... A menudo termina muriendo, con la frase en la boca, pero muriendo.
Por el contrario, los más débiles, arrojan la toalla a la primera de cambio. Bien porque nunca tuvieron ideas o ideales, o porque su afán de supervivencia en un mundo que saben injusto, les anima a acomodarse a lo que sea: "total para cuatro días que vivimos qué más da".
Luego quedamos los descontentos, los indignados,los confusos o confundidos, los que no nos resignamos pero tampoco tenemos claro que dar la vida por la causa merezca la pena. Somos los desengañados, los escépticos. Los que vemos, porque es evidente, que "la cosa está mal, muy mal, pero vamos salvando el pellejo”...Dudamos de si de verdad merece la pena arriesgarse a actitudes "heroicas o solidarias" o refugiarse en estrategias "irónicas o egoístas".
Cuando nos alejamos de la política (que, a menudo aceptamos por incorregible) y buscamos, ya a título más personal, amparo en el entorno profesional-laboral más inmediato,para no perdernos en el mar de la nada, lamentablemente llego a la misma conclusión que ese "profesor" que invierte su tiempo e ilusión en tratar de convencer a sus alumnos de que la política, en efecto, no es muy diferente al entorno al que antes aludía "man que duela". Una "verdad incómoda": ¡seguro! Llena de matices cualitativa y cuantitativamente: ¡también! Qué no me veo retratado en esa caterva de inmorales y corruptos que copan el mayor protagonismo social y mediático: Desde luego… Pero yo soy un sujeto, sólo un sujeto, subjetivo por supuesto... El problema es de más alcance, afecta a todo el “OBJETO”, pero dudo sinceramente que sea el objetivo de todos.
Seguir escribiendo palabras... pues tampoco. Ya me duele la espalda.
Abrazos.